viernes, 27 de julio de 2012

Capítulo II: Quien tiene un problema, tiene un amigo


Las damas protagonistas de nuestro épico relato no estaban acostumbradas a huir de los problemas. De hecho, no acostumbraban a tener problemas. Punto.

Pero esta fuga inesperada del pequeño pueblo les había servido de inyección de adrenalina a ambas. No podían esperar a toparse con más aventuras. Y a poder ser que envolviesen en su trama a algún tipo de criatura mitológica o monstruo espeluznante. Quizá una criatura mitológica espeluznante. Algo que contar a sus nietos.

El problema de la ausencia de una espada había preocupado a Lía seriamente. Según las leyendas que había oído en sus noches de parranda por la zona vieja de Cacheiras, era la espada la que escogía a su portador, y no al revés. Pero, ¿dónde se suponía que iba a encontrarse con una espada que la quisiera todita para ella?

- Se está haciendo de noche, Milady – comentó Luciana tras unas horas andando al lado de la yegua-. ¿Y si descansamos por estas llanuras? Yo me protegeré del frío con mi capa, que por cierto, tiene unos Piolines bordados dentro monísimos, y tú puedes taparte con la manta que te dio tu hermana.

Así, las dos jóvenes pararon en un lugar algo guarecido, entre los arbustos, cenaron parte de la comida que Herminia le había metido a Lía en la alforja y se fueron quedando adormiladas al calor de una pequeña hoguera.

Cuando el fuego comenzaba a apagarse y las brasas brillaban en la oscuridad, Lía escuchó un ruido que la sacó de sus sueños. Era un ruido cercano, unos pasos que se acercaban sigilosamente a su improvisado campamento.

Ya despierta por completo, Lía miró a su alrededor: Luciana dormía agazapada en su manta de Piolines y apenas podía ver dos metros más allá de ésta. ¿Qué o quién podía haber hecho ese repetido ruido entre los arbustos?

Antes de que pudiera responder a esta pregunta, dos hombres surgieron de entre los matorrales y aprisionaron a las dos mozas que, atónitas, vieron cómo les ataban de brazos y piernas y las cargaban en sus hombros.

No cesaron de patalear en todo momento, maldiciendo a gritos a esos desconocidos que habían interrumpido su sueño. En cierto instante, Lía recordó a Nina, atada unos metros más allá a un árbol, junto a un riachuelo, totalmente abandonada.

Al ser de noche no veían muy bien por dónde las estaban desplazando, pero en seguida lo averiguarían, pues, a los diez minutos, los hombres y las dos mujeres-fardo se detenían. Habían entrado en una cueva escondida entre las plantas e iluminada por dos antorchas a los lados de la estancia.

Los hombres las bajaron de sus hombros, las posaron delicadamente sobre el suelo y se mostraron a la luz de las teas: allí de pie, estaban dos majestuosos y mortíferos Asesinos Reales.

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