jueves, 27 de septiembre de 2012

Capítulo VII: No por mucho correr, amanece más temprano


Cuando John Jesus y Girautius las vieron llegar, supieron enseguida que algo iba mal. Luciana agitaba demasiado sus brazos y sus mejillas estaban excesivamente ruborizadas. Y Lía… Lía estaba corriendo. Síntomas tan preocupantes como aquellos hicieron que los dos hombretones se pusieran alerta.

Mientras se levantaban de las rocas en las que descansaban lograron ampliar su campo de visión: las dos damas lucían cansadas y parecían haber estado corriendo durante un buen rato, y más allá una gran aglomeración de objetos no identificados las perseguían.

- Escucha, - susurró el noble a su curandero aguzando el oído – ¿no oyes algo?

Efectivamente, de entre los murmullos de la naturaleza comenzó a apreciarse un leve gemido, unas palabras sin sentido en el viento.

- Sí, tronco – Girautius trataba de descifrar el mensaje que la brisa les acercaba -. “Eeee”… “Ennnn”… parece encriptado…

- ¡Enanos, malditos supracultos! ¡Enanos Dawson! ¡Corred!

A pesar de sus lentas reacciones, el par de caballeros logró recoger todos los artefactos que habían desperdigado por el pequeño descampado en el que habían descansado durante las horas que las mujercitas se hallaban en busca de alimentos. Apresuradamente y despotricando generosamente contra las muchachas, despertaron a NinaBieca de su siesta y emprendieron una marcha apresurada en dirección contraria a la multitud de enfurecidos enanos.

Debían llevar menos de media hora corriendo, impulsados por el miedo a esa enorme muchedumbre de un metro de alto, cuando Sir John Jesus comenzó a hilar pensamientos. Se estaban desviando de su camino, precipitándose más hacia el norte de lo que el croquis de Luciana indicaba. Además, no podían huir para siempre de aquellos excitados enanos. Era el momento de urdir un plan desesperado, de recurrir a su táctica de defensa extrema, de enfrentarse al enemigo con un arma más bien poco segura: debía requerir la ayuda de Girautius.

Con un gesto, el noble captó la atención del curandero y, sin dejar de correr, dijo las palabras clave:

- Estomy en ejak baoo e7perando.

Girautius comprendió. Desde el principio sabían que podía llegar el momento en que tuvieran que afrontar grandes retos que harían peligrar sus vidas. Por eso habían establecido aquella clave. Había llegado la ocasión de usarla: La Droga. Una Droga para gobernarlos a todos, una Droga para encontrarlos, una Droga para atraerlos a todos y atarlos en las tinieblas.

Girautius cogió su bolsa de ingredientes y medicamentos entre trotes. Como pudo, procurando que no se le cayese entre el nerviosismo y lo apresurado de la huída, extrajo un pequeño botecito de cristal, lleno de un espeso líquido verde-Bulbasaur. El joven frenó en seco y se giró hacia el oponente. Tantos años de entrenamiento con sus mancuernas, entre poción y poción, tenían que serle útiles en ese preciso instante. Agarró con firmeza la cápsula de cristal y, rogando no acertar en la jeta de las dos mujercitas, la lanzó por el aire cual balón de rugbis bestialis.

La suerte estaba de su lado aquel día  y el envase silbó por encima de la cabeza de Lady Lía sin rozarla. Unos metros más allá de las jovencitas, el cristal se partió y La Droga comenzó a flotar en el ambiente. Se esparció entre los Enanos Dawson y uno a uno fueron cayendo. Al menos una cuarentena de retacos se fueron desmayando a lo largo del monte por el que corrían. Pero no fue suficiente.

Alrededor de unos veinte enanos más habían logrado escapar del influjo de La Droga y continuaban en su afán de capturar a nuestras protagonistas.

- ¡Por Furenmeyer! ¡Ya no puedo correr más!

John Jesus miró a ambos lados y vio que sus compañeros se encontraban en el mismo estado o incluso peor que él. De hecho, la Descarriada se estaba alejando demasiado del grupo entre desesperados lamentos: “¡Seguid! ¡Continuad sin mí!... ¡No, no! ¡Esperadme, soy muy joven para morir de una maratón!”

Y entonces la suerte decidió abandonarlos. El Sir avistó mar unos pocos metros más adelante. De repente, de la nada, surgía una gran cordillera azul hasta el horizonte.

- ¿Eso es…? – Luciana soltó un gritito de sorpresa - ¡Acantilado! ¡Acantilado por proa!

Un par de minutos después, los cuatro aventureros se detuvieron ante aquel precipicio. Unos cincuenta metros más abajo las olas estallaban contra la roca. Los aullidos de guerra de los enanos se oían cada vez más cerca.

- No hay alternativa, chicos – Lía estaba recuperando el aliento -. O peleamos contra dos decenas de guerreros sin saber de artes espadachiles, o nos lanzamos.

Luciana agarró con una mano a la Lady y con la otra a John Jesus.

- Hagámoslo juntos. Somos un equipo – repuso con solemnidad.

El dramatismo se palpaba en la atmósfera cuando los cuatro, cogidos de las manos y arrastrando a NinaBieca, saltaron hacia los cincuenta metros que los separaban de su salvación. Un último grito surcó el aire:

- ¡Nos podrán quitar la vida, pero jamás nos quitarán la libglglglglgl!

miércoles, 12 de septiembre de 2012

Capítulo VI: A grandes males, grandes huídas


Los Enanos Dawson conformaban una raza de seres de baja estatura que solían gustar de la vida en sociedad y no de la soledad de la que presumían los demás tipos de enanos hermitaños. Además, su sentido del humor conocidamente infantil y sus cortas mentes los hacían especiales: eran como los bebés dentro de la enanez. Así, los Dawson generalmente se organizaban en pequeños grupos a los que llamaban “Pandillas” y vivían en las llanuras, en pequeñas ciudadelas. Su complejo de estatura había llevado a esta raza a lo largo de los años a construir fortalezas cada vez más inexpugnables: altas murallas, fuertes puertas, muchos guardias apostados en todas las esquinas con pinchos muy afilados y una gran desconfianza hacia los extranjeros.

Y allí, dentro de las murallas de aquel pueblo de estilo endogámico, estaban nuestras dos heroínas. Dos enanas  con la cara sucia y las manos llenas de pintura, como si hubieran estado coloreando con ellas un bonito mural de niños de 7 años, las guiaban hacia La Silla de la Reina, donde debían presentarse a Su Majestad y explicar los motivos de su visita antes de continuar con su misión (la de comprar comida para el viaje hacia el Templo, evitando así dos días de anorexia forzada).

Tardaron tan solo cinco minutos en recorrer todo Capeside, adentrarse en un edificio vertiginosamente alto pero que parecía hecho de papel maché por una clase de primaria y detenerse en una amplia sala decorada con ostentosas esculturas doradas, cosas brillantes y algo de purpurina. En medio, subido a una plataforma, estaba un barroco trono acolchado con terciopelo rojo, y en él se sentaba una mujer de pelo alborotado. Una mujer humana.

Elevada en su sillón, una muchacha de ojos castaños las miraba altivamente. Enfundada en un pomposo vestido morado, sostenía un cetro de oro.

- ¡Vaya! Pero qué ven mis ojos… ¡Extranjeros en mi Reino! – su voz sonaba imponente y dramática, como si estuviera interpretando el mejor papel de una obra de teatro que todo el mundo deseaba ver – No sé si lo sabéis, pero no suelo permitir la entrada a humanos. Sin embargo, mi astrólogo ha predicho que una visita que influiría en la historia de estas tierras estaba a punto de darse un garbeíto por mi Capeside. Así que he ordenado a mis lacayos – señaló a uno de los enanos, que intentaba atarse los cordones de los zapatos sin acierto – que den paso a cualquiera que supere el metro y medio. Y pongo la mano en el suelo a que vosotras sois las susodichas.

Se hizo una pausa y Lía dudó sobre si tenía que responder a esa supuesta bienvenida. ¿Esperaba aquella mujer una contestación a su monólogo? ¿Debía corregirla en su intento de hacer frases hechas?

- ¡¡Ksurkso!! – vociferó la gran Majestad, de manera tan natural que las dos jovencitas pensaron que debía de gritar muy a menudo - ¡Póstrate ante mí!

De un lado de la sala, a través de unas pequeñas puertas de roble, emergió un robusto hombre vestido con un simpático, pero poco práctico, disfraz de bufón. Caminando como podía, balanceándose graciosamente de un lado a otro haciendo un ruido de frufrú con el traje, el tal Ksurkso llegó hasta la plataforma del trono y se arrodilló.

- Dígame, mi Reina Bellatriz, estoy a su cómico servicio.

- ¿Ves a estas chicuelas de ahí? Quiero que las entretengas con tus chascarrillos mientras voy a consultar al Astrólogo Real. Estoy cansada de hablar por los tubos y percibo en sus auras algo raro… como si fueran a cagarla muy pronto, en cualquier momento, quizá ahora mismo. No… es algo más grave – lanzó una mirada inquisitiva a las dos heroínas -. Que no se marchen.

Una vez que la Reina hubo abandonado la sala acompañada de trompetas y aplausos, el bufón se giró hacia ellas.

- La Reina tiene ciertas intuiciones… Es como una adivina, solo que acierta con lo que predice. Bueno, y es rica. En fin, - sacudió su cabeza - ¿qué preferís? ¿Malabares, chistes verdes, críticas irónicas sobre alguna película, bailes, volteretas, imitaciones, refranes aleccionadores, algo de Vistoenfb, muecas, un fado?

- Creo que unos malabares estarían bien, sí, gracias – declaró la Descarriada por las dos.

Y lo siguiente sucedió muy rápido. Ksurkso se giró con su aparatoso disfraz a coger algunos objetos para hacer sus bufonadas; al agacharse, Lía y Luciana corrieron hacia él y lo empujaron, tirándolo bruscamente al suelo. Debido al efecto tortuga causado por su algodonoso traje, el pobre hombre no podía levantarse y ellas huyeron del palacio aprisa. Trotando como pudieron, atravesaron cientos de callejuelas hasta encontrar los portones de salida, aún abiertos por su llegada. Abandonaron aquella ciudadela perseguidas por miles de Enanos Dawson armados que bramaban a modo de grito de guerra “¡A por la zanahoria!”



Mientras la Reina daba órdenes a su bufón y se miraba en el reflejo de su cetro, sonriendo, Lía y Luciana habían tenido tiempo de percatarse de varias cosas. Para comenzar, varios Enanos Dawson ataviados con túnicas (que más tarde descubrirían que eran de aprendices de mago) se habían apostado a cada lado de la sala en posición de alerta. A lo lejos se escuchaba un extraño cántico que semejaba una antigua oración. Y en una vidriera tras la plataforma del trono, se podía leer una cita: “Draco Dormiens Nunquam Titillandus, Bellatriz Dormiens tampocum”.

- Secta – susurró Luciana.

- Huyamos. Los enanos no podrán seguir nuestro ritmo.

La Reina abandonó la sala. El bufón se acercó a ellas.



Bellatriz I observó por la ventana de una de las torres de su castillo cómo sus dos invitadas eran perseguidas por una marabunta de enanos. Tontas. Podía haberles prevenido, pero ahora era demasiado tarde. Había tenido que abandonar la sala por el acoso de múltiples visiones.

Había visto el Templo. Rojo fuego. Un hechizo. Luciana en el suelo. Muerte.

No hay ningún Astrólogo Real en Capeside. Tan solo una jubilada nigromante que, agobiada por tantas predicciones, había abandonado el campo de batalla y se había retirado a una pequeña ciudadela en medio de la nada.

martes, 4 de septiembre de 2012

Capítulo V: Aunque la muñona vista de seda, muñona se queda


Luciana había explicado al partir que se trataría de un viajecito de unos tres días. Había trazado una ruta que no incluía el paso por ningún pueblo o aldea, de forma que la discreción de su misión fuera total. Tan solo debían ocuparse de no armarla.

El primer día transcurrió como podían desear: tranquilamente, sin ataques de animales salvajes, y habiendo caminado todo el trayecto marcado para esa primera etapa, sin retrasos. Los dos hombres estaban acostumbrados a tales caminatas y pasaban el rato charlando entre ellos de temas bastante comunes, como de cocina o de su gran habilidad para el alemán. Sin embargo, la caballera y su escudera no eran mujeres hechas para tal aburrimiento. Lía arrastraba a NinaBieca agarrada de sus riendas y no paraba de soltar lamentos (“¡Qué tortura! ¿Qué os molesta que yo vaya echando una siestecita montada en Nina? Por los Dioses, me aburrooo”). Luciana se entretenía cantando canciones populares de los juglares de su pueblo, como el famoso Aaronthos Carter, una y otra vez, sin agotarse ni su ánimo ni su voz.

Los problemas comenzaron a surgir el segundo día, cuando debían de llevar la mitad del camino recorrido. Es sabido de Lady Lía que su torpeza traspasa fronteras: había dejado tras de sí, en aquella cueva donde los cuasi-Asesinos Reales las habían arrastrado, uno de los dos bultos con comida para el viaje de los que estaba encargada, por tener a NinaBieca como "mula metafórica". A mitad del periplo, pues, se habían quedado sin alimentos, y ninguno podía presumir de ser un gran cazador, pescador o agricultor.

- Sé que ha sido culpa mía, lo asumo – se disculpaba Lía ruborizada -. Pero pensemos. Puedo acercarme hasta alguna granja cercana o puesto ambulante de perritos calientes y coger provisiones para un par de días. Como he sido yo la que ha metido la pata, seré la encargada de esta tarea. Y, bueno, Luciana también. Es mi escudera, no le queda otra.

Así, Luciana sacó el croquis de su bolsillo y lo contempló con su cara de pensar.

- Bueno, si queremos seguir con buen ritmo este viaje, no deberíamos alejarnos demasiado de la ruta marcada. Creo que el lugar más cercano donde poder reponer la comida es este pueblucho de aquí –y señaló unos dibujitos con formas de casas cuya leyenda decía “Casuchas de un tal lugar llamado Capeside”.

- Está bien. Nosotros nos quedaremos aquí y cuidaremos de vuestras cosas. En realidad, no tendríais por qué fiaros de nosotros. Pero lo cierto es que tengo tanta hambre y Lady Lía es tan muñona, que lo único que me apetece hacer por ahora es sentarme en alguna roca y cavilar – Sir John Jesus alzó una mano a modo de despedida y dio el tema por zanjado.

- Suerte, mozalbetas – añadió Girautius guiñando un ojo.


De esta manera, Lía y Luciana se encaminaron a pie hacia Capeside, que aparecía en el pseudo-mapa como pueblo cutre y perdido en la nada, pero que seguro que gozaba de alguna cantina. No tardaron más de media hora en alcanzar el cartel que anunciaba el nombre del pueblecito. Sin embargo, lo que las esperaba tras él no era exactamente un pueblucho de mala muerte, como habían pensado.

A unos metros de ellas se alzaba una gran fortaleza, con dos torres de vigilancia a cada lado de las puertas de entrada, y custodiada por numerosos guardias. Numerosos guardias enanos. Se encontraban ante un pueblo guerrero de Enanos Dawson, la más infantil de las etnias enanas. Luciana y Lía se miraron de reojo, pero ambas sabían que no podían retrasar más su tarea y que aquel lugar debía ser el indicado para reponer provisiones.

Caminaron lentamente hacia el robusto e infranqueable portón de madera, soltando silbidos y exclamaciones (“¡Mira qué muro! ¡Qué imponente, qué grandioso, qué… piedra tan gris!”), para hacerse pasar por simples turistas.

- ¡Mirar! ¡Humanos venir! Hacer mucho tiempo que no ver humanoides por aquí.

- Parecer turistas. Chica naranja parecer rarita.

Dos guardias Dawson se postraron ante la puerta y apuntaron con sus lanzas a los cuellos de nuestras heroínas. Apenas medían un metro de altura, pero su corta mente no les permitía sentir compasión, por lo que eran temerosos contrincantes. Además, la Lady Descarriada aún no tenía espada. Genial.

- ¡Alto, mujeres! ¿Qué querer del Pueblo de Capeside?

- Somos simples turistas, queremos comer algo en algún bareto y descansar un poco en alguna posada. Sin malas intenciones – Lía hablaba pausadamente para no alterar a los enanos, mientras le daba un codazo a Luciana para que sonriera dulcemente y pusiera esa cara de cordero degollado que solo ella sabía.

Los enanos pasaron un par de minutos susurrándose comentarios, en una acalorada discusión de murmullos, intentado decidir si dejarlos pasar o no. Debieron de parecerles inofensivas, porque finalmente uno de ellos alzó la voz y determinó:

- Bien. Dejaros pasar. Pero tener una condición: todo humano que venir a Capeside ver primero a Nuestra Majestad, La Reina de los Enanos Dawson, Bellatriz I.