Los Enanos Dawson conformaban una
raza de seres de baja estatura que solían gustar de la vida en sociedad y no de
la soledad de la que presumían los demás tipos de enanos hermitaños. Además, su
sentido del humor conocidamente infantil y sus cortas mentes los hacían
especiales: eran como los bebés dentro de la enanez. Así, los Dawson
generalmente se organizaban en pequeños grupos a los que llamaban “Pandillas” y
vivían en las llanuras, en pequeñas ciudadelas. Su complejo de estatura había
llevado a esta raza a lo largo de los años a construir fortalezas cada vez más
inexpugnables: altas murallas, fuertes puertas, muchos guardias apostados en
todas las esquinas con pinchos muy afilados y una gran desconfianza hacia los
extranjeros.
Y allí, dentro de las murallas de
aquel pueblo de estilo endogámico, estaban nuestras dos heroínas. Dos
enanas con la cara sucia y las manos
llenas de pintura, como si hubieran estado coloreando con ellas un bonito mural
de niños de 7 años, las guiaban hacia La Silla de la Reina, donde debían
presentarse a Su Majestad y explicar los motivos de su visita antes de
continuar con su misión (la de comprar comida para el viaje hacia el Templo,
evitando así dos días de anorexia forzada).
Tardaron tan solo cinco minutos
en recorrer todo Capeside, adentrarse en un edificio vertiginosamente alto pero
que parecía hecho de papel maché por una clase de primaria y detenerse en una
amplia sala decorada con ostentosas esculturas doradas, cosas brillantes y algo
de purpurina. En medio, subido a una plataforma, estaba un barroco trono
acolchado con terciopelo rojo, y en él se sentaba una mujer de pelo alborotado.
Una mujer humana.
Elevada en su sillón, una
muchacha de ojos castaños las miraba altivamente. Enfundada en un pomposo
vestido morado, sostenía un cetro de oro.
- ¡Vaya! Pero qué ven mis ojos…
¡Extranjeros en mi Reino! – su voz sonaba imponente y dramática, como si
estuviera interpretando el mejor papel de una obra de teatro que todo el mundo
deseaba ver – No sé si lo sabéis, pero no suelo permitir la entrada a humanos.
Sin embargo, mi astrólogo ha predicho que una visita que influiría en la
historia de estas tierras estaba a punto de darse un garbeíto por mi Capeside.
Así que he ordenado a mis lacayos – señaló a uno de los enanos, que intentaba
atarse los cordones de los zapatos sin acierto – que den paso a cualquiera que
supere el metro y medio. Y pongo la mano en el suelo a que vosotras sois las
susodichas.
Se hizo una pausa y Lía dudó
sobre si tenía que responder a esa supuesta bienvenida. ¿Esperaba aquella mujer
una contestación a su monólogo? ¿Debía corregirla en su intento de hacer frases
hechas?
- ¡¡Ksurkso!! – vociferó la gran
Majestad, de manera tan natural que las dos jovencitas pensaron que debía de
gritar muy a menudo - ¡Póstrate ante mí!
De un lado de la sala, a través
de unas pequeñas puertas de roble, emergió un robusto hombre vestido con un
simpático, pero poco práctico, disfraz de bufón. Caminando como podía,
balanceándose graciosamente de un lado a otro haciendo un ruido de frufrú con
el traje, el tal Ksurkso llegó hasta la plataforma del trono y se arrodilló.
- Dígame, mi Reina Bellatriz,
estoy a su cómico servicio.
- ¿Ves a estas chicuelas de ahí? Quiero
que las entretengas con tus chascarrillos mientras voy a consultar al Astrólogo
Real. Estoy cansada de hablar por los tubos y percibo en sus auras algo raro… como si fueran a cagarla muy pronto, en
cualquier momento, quizá ahora mismo. No… es algo más grave – lanzó una mirada
inquisitiva a las dos heroínas -. Que no se marchen.
Una vez que la Reina hubo
abandonado la sala acompañada de trompetas y aplausos, el bufón se giró hacia
ellas.
- La Reina tiene ciertas
intuiciones… Es como una adivina, solo que acierta con lo que predice. Bueno, y
es rica. En fin, - sacudió su cabeza - ¿qué preferís? ¿Malabares, chistes
verdes, críticas irónicas sobre alguna película, bailes, volteretas, imitaciones,
refranes aleccionadores, algo de Vistoenfb, muecas, un fado?
- Creo que unos malabares
estarían bien, sí, gracias – declaró la Descarriada por las dos.
Y lo siguiente sucedió muy
rápido. Ksurkso se giró con su aparatoso disfraz a coger algunos objetos para
hacer sus bufonadas; al agacharse, Lía y Luciana corrieron hacia él y lo
empujaron, tirándolo bruscamente al suelo. Debido al efecto tortuga causado por su algodonoso traje, el pobre
hombre no podía levantarse y ellas huyeron del palacio aprisa. Trotando como
pudieron, atravesaron cientos de callejuelas hasta encontrar los portones de
salida, aún abiertos por su llegada. Abandonaron aquella ciudadela perseguidas
por miles de Enanos Dawson armados que bramaban a modo de grito de guerra “¡A
por la zanahoria!”
Mientras la Reina daba órdenes a
su bufón y se miraba en el reflejo de su cetro, sonriendo, Lía y Luciana
habían tenido tiempo de percatarse de varias cosas. Para comenzar, varios Enanos
Dawson ataviados con túnicas (que más tarde descubrirían que eran de aprendices
de mago) se habían apostado a cada lado de la sala en posición de alerta. A lo
lejos se escuchaba un extraño cántico que semejaba una antigua oración. Y en
una vidriera tras la plataforma del trono, se podía leer una cita: “Draco Dormiens
Nunquam Titillandus, Bellatriz Dormiens tampocum”.
- Secta – susurró Luciana.
- Huyamos. Los enanos no podrán
seguir nuestro ritmo.
La Reina abandonó la sala. El
bufón se acercó a ellas.
Bellatriz I observó por la
ventana de una de las torres de su castillo cómo sus dos invitadas eran
perseguidas por una marabunta de enanos. Tontas. Podía haberles prevenido, pero
ahora era demasiado tarde. Había tenido que abandonar la sala por el acoso de
múltiples visiones.
Había visto el Templo. Rojo fuego.
Un hechizo. Luciana en el suelo. Muerte.
No hay ningún Astrólogo Real en
Capeside. Tan solo una jubilada nigromante que, agobiada por tantas predicciones,
había abandonado el campo de batalla y se había retirado a una pequeña
ciudadela en medio de la nada.
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