NinaBieca llevaba toda la noche pavoneándose ante los dos castaños jamelgos
de alquiler. Tras una reñida rifa, Luciana le había tocado de paquete a Lady
Lía, por lo que la yegua cargaba a dos mujercitas a sus espaldas mientras movía
elegantemente su melena de un lado a otro para lograr seducir a sus compañeros
de cuatro patas.
Había dejado de llover, pero las nubes seguían cubriendo el cielo nocturno,
por lo que la Luna no traicionó su posición en ningún momento. Las manzanas sin
duda no habían sido suficiente manjar y el estómago de la Descarriada rugía de
vez en cuando cual dinosaurio agonizante. Pero el trayecto transcurrió
tranquilo y sin improvistos. Sabían aproximadamente la dirección hacia la que
debían dirigirse para encontrarse con los pantanos y trataron de ajustarse a
las indicaciones que conocían tanto como pudieron en la oscuridad de la noche.
Fueron tres largas horas. Y cuarenta minutos.
Entonces, el suelo firme fue sustituido por una fangosa superficie. El
caminar de los caballos se hizo más lento y complicado. Un intenso olor a
cenagosa naturaleza salvaje viajaba desde los alrededores hasta sus narices. En
medio de las sombras sólo se escuchaba el ruido de las pisadas en el barro.
Pocos minutos después de introducirse en el pantano, vislumbraron unas
luces a lo lejos. No eran demasiadas como para provenir de un núcleo urbano,
sino unas pocas, como pertenecientes a una mansión o caserón de cierto tamaño.
Era el primer avistamiento de construcción humana desde que habían abandonado
las cercanías de Pontium Vedris. Y estaba en medio del Pantano de Vicus. A
menos de medio kilómetro de la vivienda, se cruzaron con una señal de madera. A
pesar de la negrura consiguieron descifrar su contenido: “Pizza Mobile a 1 km”,
adornado con una flecha señalando al este. Se encontraban en el sitio adecuado.
A medida que se acercaban, una morada fue conformando su perfil iluminado
contra el tenebroso paisaje del pantano. Distinguieron tres diferentes
edificios: una mansión elegante y clásica, un invernadero en los terrenos más
alejados y unos establos a uno de los lados.
Los tres corceles se detuvieron a la par en frente de la entrada principal
de la vivienda. Dos antorchas iluminaban la puerta cerrada.
- Esto de viajar guarecidos por la oscuridad ha estado bien para no ser
reconocidos por nuestros persecutores - comentó Luciana, interrumpiendo el
silencio de la noche -, pero no creo que sea adecuado llamar a la puerta de un
desconocido a las tantas de la madrugada. A menos que tengamos un cheque
gigante y digamos que somos de la tele.
- A mí me vendría bien una siestecilla…- Lady Lía recorrió el terreno con
la mirada – Podríamos reposar unas horas en el establo hasta que amanezca, así
estaremos más despejados cuando nos enfrentemos a nuestro desconocido.
Por muy ilegal que fuera echarse a dormir en un recinto ajeno, ninguno de
ellos se negó a la oferta. Los cuatro jinetes se bajaron de sus caballos y los
llevaron tranquilamente hacia la caballeriza. Las puertas no estaban cerradas,
probablemente no muchos ladrones de corceles solían acercarse a ese remoto
lugar. Sigilosamente, tratando de no despertar a los jamelgos que descansaban
en su interior, se sumergieron en la oscuridad del edificio de madera.
Ninguna sorpresa les esperaba en el interior. Poco a poco sus ojos se
acostumbraron a la penumbra y se hicieron un hueco entre paja y suelo.
Enroscados cual canes comenzaron a dormitar, todos sus huesos doloridos tras la
ansiedad de las últimas horas.
Un extraño ruido despertó a Luciana. Con el corazón a mil por hora, se
irguió en la improvisada cama y se frotó los ojos, tratando de enfocar en la
escasa luz del amanecer. Era un repetitivo y agudo sonido que provenía de algún
lugar dentro del establo. Miró a su alrededor: sus tres compañeros y la jamelga dormitaban profundamente,
moviendo espasmódicamente de vez en cuando alguna pierna o brazo. Aún
confundida por el repentino despertar, la ingeniera se puso en pie y comenzó a
seguir el son intuitivamente.
Caminó casi hasta el límite del edificio, donde la gran puerta del establo
se meneaba semi-abierta con el viento. El agudo sonido tronó de nuevo y Luciana
estuvo segura de que se trataba de un ruido animal. Dio unos cuantos pasos más
y se asomó tras un pilar de madera. Lamiéndose sus partes más íntimas, un
peludo gato negro descansaba entre finas hierbas de paja.
La plebeya tosió deliberadamente, tratando de captar la atención del
felino. A Luciana le encantaban los gatos y, por ello, sabía de primera mano
que debía averiguar si era animal amigo o fiera salvaje con ganas de arañar
caras. Pausadamente, el minino guardó su lengua y levantó la vista. Sus
profundos iris verdes sostuvieron la mirada a la joven. Con lentos movimientos,
ésta se acercó a pasitos al pequeño animal, se arrodilló junto a él y posó una
mano en su cabeza, entre oreja y oreja. Y comenzó a rascar. El gato cerró los
ojos en señal de disfrute y se dejó masajear gratuitamente. Abrió su boca y
emitió el graznido que Luciana había estado persiguiendo: el mismo tono y
cloqueo que una gallina. Sorprendida por lo inesperado, Luciana retiró su mano
y cayó sobre sus posaderas.
- Veo que has conocido a mi pollato.
O feligallina. ¿Cocoromiau? – una joven de alborotados rizos oscuros se debatía a
escasos metros de nuestra protagonista coral. Vestía botas de montar a caballo
y una larga bata blanca, como las de los doctores de ricos. Una extraña
combinación que en opinión de Luciana habría sido mucho más acertada con un lazo rosa en algún lugar
- … Está en proceso de nombramiento, no me decido y mi monstruo no me ayuda nada a aclarar
mi mente. ¡Ah! Método científico, Lauranstein, método científico – agitó la cabeza
para apartar las distracciones y concentrarse -. Primer paso, observación.
Observo lo que hay. Segundo paso, inducción. Inducto que hay una desconocida acariciando a mi creación. Tercero,
hipótesis. “A esta desconocida deben de gustarle los gatos y se ha colado en
mis estancias con el objetivo de hacerse amiga del animal”. Cuarta etapa,
experimentación. Desconocida, ¿has venido a familiarizarte con este felino
porque eres una amante de esta especie?
Sentada sobre su trasero, Luciana miró a los ojos a la locura morena. De
nuevo, iris verdes.
- Entre otras cosas. Es precisamente eso, pero también hay un propósito más
allá del amor animal.
- Interesante. Así que te gustan los gatos, ¿y además…?
- Y además, mis amigos y yo hemos pasado la fría noche aquí con el
objetivo de conocerla nada más salir el sol.
- ¿Conocerme?
- Sí, Lauranstein. Hemos cabalgado tres horas y cuarenta minutos para
hablar contigo. ¿Puedo levantarme, sacudir el barro de mis fabulosas posaderas
e ir a por mis compañeros?