La travesía hasta el Lago Montalvo se prolongó dos días.
El primero, LaBlonde guió a nuestros aventureros hasta las entrañas del
barco. Allí les indicó cuál sería su camarote temporal: un almacén repleto de
barriles de ron amontonados y, colgando encima de ellos, unas hamacas hechas
con red de pescar. Dejaron sus petates y subieron de nuevo a cubierta.
- ¡Grumetes! ¡Moved vuestros fabulosos traseros hasta aquí y formad filas!
Obedeciendo las órdenes de su capitana, los marineros dejaron sus quehaceres
e hicieron una sinuosa línea ondulada delante de los invitados. Aproximadamente
veinte personas. Todos hombres. Y todos con la clásica apariencia de pirata: pieles
curtidas al sol, vestimenta rota por sablazos, algún que otro parche, un garfio,
dos pañoletas a la cabeza e innumerables huecos en sus sonrisas. Ningún loro,
para decepción de Luciana. Pero había ciertos detalles que no cuadraban.
- ¡Pasooo, que voy ardiendooo! – el cocinero del navío apartó a Lady Lía de
un manotazo y se situó con los demás hombres, sujetando un ardiente cazo de
agua burbujeante y removiendo su interior con una húmeda espátula de madera.
La Descarriada ojeó a la tripulación. Demasiada purpurina en el GaySi/DiSi. En fin, eso mantendría
distraída a Luciana durante el trayecto.
- Encantos, estos cuatro polizones serán nuestros invitados en nuestro próximo
viaje. Os dije que buscaría inspiración en el pueblo ¡y la he encontrado! –
Rachelle se había subido a una caja de madera para dar su discursillo -.
Nuestro nuevo objetivo es el Lago Montalvo. ¡Así que preparemos el barco para
el destino que nos espera! ¡¿Entendido, preciosos?!
- ¡¡¡Entendido, LaBlonde, capitana!!! – el enérgico coro de voces
masculinas precedió a un interminable frenesí de tareas preparatorias. Los
cuatro ayudaron en lo que pudieron. Girautius se ofreció a trasladar pesados
objetos con sus fuertes músculos, haciendo amigos extrañamente rápido. John
Jesus prefirió agarrar la escoba y no soltarla; le encantaba barrer y le
permitía ultimar los detalles del plan en su pensamiento. Luciana había optado
por mirar con cara pensativa cada una de las habitaciones del barco, soltando
de vez en cuando exclamaciones como “¡Lo sabía, un hiperboloide!” y “El
hormigón solucionaría esto”. La Lady, en cambio, había descubierto repentinamente
su miedo a la profundidad y, cual hipocondríaca, había ordenado que la ataran a
lo Ulises al mástil del barco, por si acaecía alguna ola gigante. No estaba muy
bien pensado.
Y, al fin, partieron.
La Furia de Neptuno gobernaba gritando direcciones, gradientes,
velocidades, riñas y algunos “¡Fetén, chicos!”.
- Vaya, sí que se le da bien eso de mandar – Girautius apartó la mirada de
la pirata y continuó cargando objetos -. ¿Qué sabéis vosotros sobre ella?
Un pirata con pestañas de ciervo y sonrisa aduladora respondió:
- Poco. No le entusiasma charlar sobre su vida privada. Y eso es una lacra
para los cotilleos on board. Sabemos
que sus padres trabajaron para la Reina y que se retiraron bastante jóvenes. LaBlonde,
cansada de la monotonía de la jubilación paterna, se escapó del hogar y se unió
a la tripulación de un navío mercantil. Tropezaba mucho y metía la pata en
abundancia, así que, harta de las burlas, decidió tomarse la venganza por su
propia mano: se transformó en la Furia de Neptuno y cambió sus modales
pueblerinos por sed de sangre y pantalones de cuero. No la culpo, sus pantalones
son di-vi-nos. De todas formas, por mucho que presuma de ser una persona
totalmente distinta a la adolescente LaBlonde, se adentró en la profundidad del
confort hogareño.
El curandero dejó escapar un desinteresado “¿Qué quieres decir?”
- Bueno, se hizo a la mar. Y es bien sabido que sus padres vivían en una
casa al terminar una playa. Tanto mirar por la ventana soñando escapar le brindó
la respuesta: embarcarse. Yo, sin embargo, me alisté en este navío por motivos
bien distintos. Estaba este chico, Neil, y…
Girautius frunció el ceño. No había podido evitar rememorar la casita en el
mar de Xoanatella y Charles.
La travesía evolucionaba favorablemente. Con cada hora se acercaban más a
su meta. La primera noche transcurrió calmada; el meneo de las corrientes de
agua del río surtía un efecto adormilante.
Sin embargo, la mañana siguiente todos se aquejaban de agujetas. Las hamacas no
eran del todo ergonómicas.
Luciana caminó quejumbrosa hacia los inexorables rayos de sol que se
esparcían sobre la cubierta. Iba a ser un día caluroso. Acababan de desayunar
algo de cereales con ron y la ingeniera venía del “baño” de terminar de
acicalarse (Rachelle permitía a las dos jovencitas emplear su amplia habitación
como vestidor y tocador). Se tocó los labios: recién se había untado los morros
en grasa y ya los notaba ajados y resecos. Maldita brisa fluvial. Lady Lía y
Girautius ya habían engendrado una aureola de pelos alborotados sobre sus
melenas debido a la humedad. Empero su anfitriona pirata lucía un insólito
cabello liso ondeante. Observaba a su tripulación desde lo alto del castillo de
popa, con sus manos aferrando el timón.
- Espero que con este plan podamos introducirnos dentro de los muros reales
– el sir se había situado al lado de Luciana, escoba en mano -. Si los rumores
son ciertos, llegar con la esfera despedazada causaría la furia de la Reina y desembocaría
en nuestras decapitaciones. Creo que al esconder quiénes somos tendremos una
oportunidad de sobrevivir.
Luciana asintió y contempló como John Jesus se alejaba barriendo; todos los
marineros saltaban a su paso para que no barriera sus pies prematrimoniales.
Y entonces escuchó un ruido. Aguzó el oído y analizó. No eran barriles
rodando, ni la vela aleteando; y sin duda no era la voz de Girautius entonando
la intensa serenata Il oculo dil tigris.
Era… un burbujeo. Sí, un burbujeante burbujeo que aumentaba de volumen. Una voz
cercenó el misterio suspendido en al aire. LaBlonde bramó:
- ¡Marineritos, en posición de defensa! ¡Calamar gigante furioso y
repugnante a la vista!