sábado, 18 de agosto de 2012

Capítulo IV: Quien bien te quiere, te contará una aventurita


Una vez que los dos secuestradores las hubieron liberado, nuestras dos protagonistas se pusieron cómodas en el suelo de la cueva y contemplaron desconfiadas al noble y su curandero. Éstos se habían deshecho de sus disfraces de Asesinos y lucían ahora ropajes más elegantes y normales. Gente de ciudad. El tal Girautius, de hecho, parecía llevar prendas demasiado ajustadas a su cuerpo para ser un sirviente de la alta nobleza.

Tras coger una de las antorchas y situarla en el medio de los presentes, como mini-hoguera, Sir John Jesus se dispuso a contar su historia, gratuitamente.

- Como ya os he dicho, soy alguien muy cercano a nuestro Rey. Hará un mes me hizo llamar a sus aposentos urgentemente –hizo una pausa y pilló carrerilla-. Me contó que alguien había amenazado su seguridad y que tan solo confiaba en mí para una misión de vital importancia. Me dio este paquete – sacó un bulto envuelto en tela de una de sus bolsas- e insistió en que debía ser una misión secreta. Me permitió llevar una ayuda para el camino (Girautius, colega); me ofreció los trajes de Asesino y tan solo me dio una directriz: “En el Templo de Peleteirocles, en su altar, debes depositar este paquete. Cuidado. Es frágil. No me seas torpe”.

Se hizo el silencio en aquella oscura cueva. Lía y Luciana ansiaban recibir más detalles de lo que parecía una aventura ultra-secreta de lo más interesante. Pero el noble no tenía intención de contar nada más. Y Girautius reposaba ya medio dormido con la cabeza apoyada en una roca del suelo. El típico curandero.

- Bueno y… ¿qué hay dentro? ¿Qué envuelve esa tela? ¿Qué requiere tanta prisa y sigilo?

Lía se mordía las uñas ansiosamente. Ella y Luciana habían dejado volar sus imaginaciones: ¿una daga manchada con la sangre del último unicornio?; ¿la corona que había lucido el Rey durante la Batalla de Bachiller Ratus?; ¿un hada muerta que serviría de ofrenda a Peleteirocles? Debía de ser algo de gran valor para ser adecuado como obsequio para los dioses.

- Eso, jovencitas, no os lo puedo decir. Ultra secreto de mejores amigos.

Decepcionadas e impacientes por el inicio de una nueva aventura a la mañana siguiente, Lía y Luciana se tumbaron en sus respectivas capas a dormitar lo que quedaba de oscuridad. No era una cama muy cómoda, que digamos, pero fue suficiente para dormir como unas vacas y despertarse con agujetas.



Aquella misma noche, Lía tuvo un sueño, tan real como el suelo sobre el que dormía. Entre las ruinas del Templo, cubierta de polvo, esperándola estaba una preciosa y cuidadosamente forjada espada, que suplicaba a la Lady Descarriada que la hiciera suya.

Era allí, lugar en el que descansaba el poder de Peleteirocles, sin duda alguna, donde el destino las aguardaba.



Pronto por la mañana, mientras Lía se quejaba de que debía dormir más por el bien de la humanidad y Sir John Jesus iba a rescatar a NinaBieca de su soledad, Luciana sacó un trozo de pergamino y unos cuantos botes de tintas coloridas de su fardo, y comenzó a hacer un croquis bastante cutre del camino a recorrer. Al menos era bonito a la vista.

Después de la creación del plano y de los autoelogios de la ingeniera (“¡Pero mira qué colorinchos! ¡Ai, qué bonito me ha quedado!”), tomaron unas frutas frescas como desayuno. Mientras las engullían, la heroína habló con la boca llena.

- Escuchad…mppfff…nomnom… Nosotras dos os acompfffañaremmmos. Os serviremos de crunch crunch guardaespaldas en este periplo… mmm rico rico – y viendo que John Jesus iba a replicar, añadió-. Chst. Sin rechistar. U os acompañamos, o empezamos a llorar y a inventarnos rumores sobre vuestra impotencia sexual. También podemos empezar a gritar “¡que nos violan!”, que sabemos que os pone muy nerviosos a los hombres.



Un par de horas después, cuando hubieron recogido todas sus pertenencias, los cuatro personajes comenzaban la larga caminata que tenían por delante hasta el sagrado Templo de Peleteirocles, el Dios benevolente con la gente adinerada.

martes, 7 de agosto de 2012

Capítulo III: Asesino ladrador, poco mordedor


Los Asesinos Reales eran famosos en todo el reino. Eran conocidas de ellos su despiadada frialdad a la hora de matar y su extrema profesionalidad en el arte de ejecutar. Servían al Rey tras haber hecho un pacto voluntario de lealtad y castidad, terminando con la vida de todo aquel que el monarca señalara o cuyo nombre susurrara. ¿Quiénes eran y cuáles eran sus historias? Nadie lo sabía. Las pocas personas que habían visto a un Asesino Real y habían sobrevivido para contarlo, habían esparcido el rumor de que eran hombres encapuchados, que vestían largas túnicas de tela ligera y vaporosa de colores tristes, con la marca del Rey (un gato con una Luna en su frente que Lía siempre había encontrado muy gracioso) grabada a fuego en la mano.

Y allí se encontraban, Luciana y Lía, atadas de manos y pies y escuchando como aquellos dos sanguinarios asesinos, con las caras ocultas en la sombra de sus capuchas, discutían sobre su muerte.

- Deberíamos interrogarlas y después matarlas. ¿Y si son espías de Lord Queiruga?- opinaba el más alto y desgarbado- A ver, que parecen buenas chicas y todo eso, no tengo nada contra ellas (perdonad mozas, sin ofender), pero no podemos arriesgarnos tras todo lo que hemos conseguido.

Su compañero reflexionaba en silencio, de brazos cruzados.

- Sí, supongo que no queda otro remedio que matarlas- dijo en un suspiro. Después inclinó la cabeza a un lado y puso un dedo en su barbilla, pensando-. Ahora hay que pensar cómo. Nada que deje pruebas de que hemos estado aquí. Piensa, Girautius, piensa… ¿qué haría un Asesino Real en nuestro pellejo?

El que acababa de hablar miró a los ojos a Girautius. Girautius miró a los ojos a su compañero. Luciana miró a los ojos a Lía. Lía miraba sus pies concentrada. ¿Había entendido bien? ¿Aquellos eran… impostores?

- Me imagino que un homicida de esos lo haría rápido y sin ensuciar. Ya sabes, chasss, sablazo: una muerta; zasss, cuchillazo: otra cae- narraba emocionado Girautius, que de tanto gesticular se quitó de un manotazo la capucha, dejando ver su riza melena afro.

- Per… perdonad –comenzó a farfullar Luciana tímidamente-, pero… ¿no sois Asesinos Reales? Porque parecer… lo parecéis, chicos.

Asombrado por la intervención de la joven presa, el hombre aún encapuchado soltó una risita. Después, una risa algo más fuerte. Y luego, una carcajada larga y continuada.

- ¿Asesinos? ¿Nosotros? – dijo éste limpiándose las lágrimas de risa con una manga- No, no… Quizá deberíamos habernos presentado antes, ya que no saldréis de aquí con vida: yo soy Sir John Jesus, noble de la capital y mano derecha del Rey; y este – añadió señalando al pelo afro- es Girautius, mi curandero personal.

- Sí, el Rey en persona nos dio estos trajes para camuflarnos y que nadie nos hiciera preguntas al vernos – agregó Girautius, atusándose el cabello-. Y ha funcionado bastante bien. Hasta ahora.

- ¿Qué? Pero, ¿qué hemos hecho nosotras? ¡Si dormíamos como marmotas allí tiradas en la hierba!

Sir John Jesus observó detalladamente a Lía. Lo cierto es que no parecía peligrosa, más bien riquiña, vestida con aquel aparatoso armazón naranja. De hecho, deberían haberlas dejado dormir y haber pasado de largo, pero Girautius había tropezado con una piedra y caído sobre unos arbustos, haciendo tal ruido que una de las muchachas se había despertado, alertando su curiosidad. Nadie debía saber que estaban allí. Nadie.

Lía había notado el brillo de compasión en los ojos del noble. Debía aprovechar la oportunidad para salvar su vida. Y la de Luciana, claro. Claro.

- ¡Ay de nosotras! – comenzó a gemir la Lady imitando alguna de las novelas que su tutora le había obligado a leer- ¡Apiadaos de estas pobres damas! Escapamos de una masa enfurecida de arquitectos y caímos rendidas ante el calor del fuego… ¡para que dos buenos hombres nos maten sin motivos! – el tono dramático había alcanzado su punto álgido.

Sir John Jesus sabía lo que tramaba aquella mujer menuda: dar pena y ser salvada por lástima. La más recurrida de las estrategias. Chica lista.

- Oye, John… tiene razón – el Sir no podía creer que Girautius se lo hubiese tragado-. Dejémoslas escapar… no saben nada de nuestra misión secreta. Ni siquiera sabemos dónde queda el Templo de Peleteirocles. Pero… de buen rollo, como tú quieras, tronco, Sir.

El noble miró con enfado a su compañero. No debería de haber mencionado el nombre del templo. No debería haber hecho alusión de su misión secreta. No debería haber abierto la boca, en definitiva.

- El Templo de… yo… ¡yo sé dónde está!

Todos miraron quedamente a Luciana. Aparecía exaltada, pero pronto su expresión de rememorar algo de su pasado se convirtió en una sonrisa de quien tiene el poder de negociar.

- De hecho, si nos soltarais yo… os diría cómo ir hasta el Templo. Es más, os haría un mapa. Los mapas se me dan bien, soy ingeniera y tengo muchas tintas de colores en mi bolsa: verde, violeta, rosa furcia, azul,…

Los dos falsos Asesinos Reales se miraron, reflexivos. No era un mal trato. Llevaban dos semanas sin recibir una sola pista de la ubicación del misterioso edificio religioso al que debían encaminarse.

- Girautius, -dijo Sir John Jesus derrotado- estoy muy cansado. ¿Qué te parece si nos quitamos estas incómodas túnicas, les curas las magulladuras a nuestras presas y no matamos a nadie?

- ¿A nadie?

- A nadie, amigo mío. Nada de sangre por hoy.