martes, 28 de enero de 2014

Capítulo XVII: Ojos que no ven, bruja que te descubre

Los guardas apostados en la cima de las torres avistaron el barco un buen rato antes de que éste se parara ante las enormes puertas que separaban el castillo del lago. Por eso, cuando el ancla chapoteó ruidosamente al caer en el agua, otros dos hombres del sistema de vigilancia de la fortaleza real estaban ya estratégicamente situados en los ventanucos de esos mismos torreones, que quedaban a la altura perfecta para gritarse elegantemente con los tripulantes.

-¡¡Buenos mediodías!! – exclamó el de la ventana de la torre derecha, haciendo un gesto de saludo muy estiloso con la cabeza - ¡¿Quiénes son y qué han venido a hacer al Lago Montalvo?!

De entre un grupo de marineros, que en ese instante jugaban a un extraño strip poker, emergieron dos capuchas blancas. Eran inconfundibles. Asesinos reales. Todo el mundo en la corte sabía que si una de esas túnicas asomaba había que reaccionar siguiendo un patrón: girar la mirada, hacer que no las has visto y, por si acaso, revelar las últimas declaraciones pre-defunción. Como, por ejemplo, “siempre te he amado”, “yo fui quien se comió tus deberes” o “soy el único que sabe lo que le sucedió a los dinosaurios”. Y esa mañana, ocurrió lo mismo.

Los guardas dieron la espalda al navío y a sus mortíferos ocupantes, y las puertas se abrieron.

Entre “por favor, por favor, que no vengan a por mí” y “oh, no, creo que me he dejado el horno encendido, justo hoy no, por favor”, los dos asesinos bajaron a tierra y se colaron al interior del castillo. Antes de que las puertas se cerraran a sus espaldas, sus compañeras de aventuras pudieron ver cómo se chocaban los cinco.



Una vez dentro, Girautius y John Jesus caminaron a hurtadillas por los pasillos. Se deslizaron algo desorientados por la zona del castillo más cercana al lago, que apenas conocían, durante unos minutos. Buscaban algo que los guiase hasta el Rey: señales, flechas, incluso un mapa con un punto que anunciara “Usted está aquí” les habría sido útil por entonces.

El sir comenzaba a pensar que iban a tener que separarse, cuando reconoció uno de los arcos: ese aire renacentista era inimitable.

- Girautius, sé dónde estamos. Tras esta esquina se encuentra el jacuzzi real y, si cruzamos esa estancia, está el despacho “especial” del Rey, donde va cuando dice que tiene muchos asuntos sobre los que reflexionar y en realidad sólo quiere echar una cabezadita. A partir de ahí, conozco cada uno de los pasillos y callejones sin salida de este laberinto. Vamos.

Obediente cual perro fiel, el curandero siguió los pasos de su amigo. Efectivamente, unos metros más allá estaba la puerta que ocultaba el baño burbujeante de los monarcas. Y, al otro lado de esa pequeña y humeante habitación, la entrada a ese despacho “especial”.

- Es conocido a su vez como el “despacho del motor que nunca arranca”, por los ruidos que se escuchan desde fuera cuando el Rey está… reflexionando – comentaba John Jesus, mientras cruzaban el cuarto de baño y se internaban en la escasamente iluminada habitación contigua que hacía de despacho.

Apenas habían dado unas zancadas en su interior cuando lo vieron: el Rey estaba allí, apoltronado en uno de sus lujosos divanes, con la mirada perdida y una expresión de impasible meditación. El sir caminó lentamente hacia él.

- ¿Majestad? ¿Me escucha? – susurró, mientras agitaba una de sus manos ante los ojos entreabiertos del Rey. – No reacciona. ¡Girautius! ¡Ven a hacerle un análisis médico a tu superior!

Pero no tuvieron el tiempo necesario. El curandero tan solo había levantado un pie del suelo cuando percibieron ruidos y murmullos al otro de la pared. Asustados por las circunstancias, ambos corrieron hacia el cuarto del jacuzzi medieval y arrimaron la puerta que los separaba del monarca, quedando ocultos tras ella. Unos segundos después, la otra entrada del despacho “especial” se abría de un golpe. Escondidos detrás de la puerta, los jóvenes escucharon por primera vez la voz de la Reina.

- Buenas tardes, Monchosvinto. Hoy hace un día precioso. Probablemente, después de la reunión del aquelarre, dé un paseíllo por los jardines con mi estiloso chándal real. Es una pena que no puedas acompañarme – una risilla femenina cruzó el aire -. Pero claro, tanto necesitabas descansar los ojos todos los días, cariño, que no pude hacer más que ayudarte. Sí, sí, de nada. Lo sé.

Unos sonidos de mantas siendo dobladas y de libros y papeles siendo recolocados en pilas bien estructuradas llegaron hasta ellos.

- Aquí está. Es muy difícil conseguir cita con esa tal Lauranstein, menos mal que no he perdido la papeleta.

- Que facedes vós aquí?

Girautius y John Jesus tuvieron un breve pero intenso ataque al corazón. Su órgano vital se saltó un latido cuando la voz de Evanthra surgió repentinamente de sus espaldas. Tan concentrados habían estado que la oscura figura de la pelirroja había irrumpido en el cuarto de la bañera grande sin que se dieran cuenta.

- Vós non sodes Asesinos Reais! Sodes os que chafaron o meu primeiro traballo para o aquelarre! Xefa! Espías no jacuzzi!

Un fuerte ruido hizo eco en el “despacho del motor que nunca arranca”. La Reina se aproximaba a nuestros dos protagonistas a paso rápido. Y, como siempre hasta ahora y con previsión de repetirse en más ocasiones, huyeron.

Girautius dio un gran empujón a la bruja del pelo berenjena, que cayó enérgicamente en las calientes aguas del baño. Con suerte, ese chapuzón apagaría la llameante sed de venganza de la hechicera. Después, todo fue correr.

Deshicieron los pasos andados por los pasillos del castillo, pero ya no a hurtadillas, sino a grandes zancadas. Girautius iba en cabeza, por tener las piernas más largas, y John Jesus podía ver como su melena riza botaba arriba y abajo mientras escapaban.

Al fin, llegaron a la salida al lago. Ambas puertas cerradas a cal y canto. Pero no podían detenerse. Ya no. Y se separaron.

Cada uno corrió hacia un lado y ascendió por las vertiginosas escaleras que llevaban de la planta baja al ventanuco desde el que los guardas reales les habían gritado muy elegantemente al llegar. Cada uno se asomó a la abertura y evaluó las posibilidades. Y cada uno cogió carrerilla y atravesó el ventanuco de un salto, aterrizando estrepitosamente en la dura cubierta del GaySi/Disi. Ni coreografiado habría salido mejor.