La luz había vuelto y nadie sabía
por qué. Ninguno había realizado un contra-conjuro, ni habían puesto en
práctica una heroica locura que los había salvado de la ceguera. Girautius
todavía olía el aroma a diente de león. Pero la situación era esa: la luz había
vuelto y nadie sabía por qué.
Miraron a su alrededor; no se
veía un solo rastro de la bruja. Aún así, ninguno de nuestros cuatro
protagonistas abandonó su posición de defensa: Evanthra podía seguir en el
templo, oculta entre algún trozo de columna y escombros.
John Jesus fue el primero en
reaccionar. Envainando su espada, resolvió:
- No está aquí. Es imposible
ocultar el fuego que tiene por cabellos. ¿Estáis todos bien?
Se escucharon varios gruñidos afirmativos
y, poco a poco, los cuatro se fueron reuniendo en el centro del templo, Lady
Lía con su recién descubierto florete en mano.
Luciana bajó la mirada a sus pies
antes de comenzar a moverse. Allí mismo se encontraba el paquete que tanto
viaje les había propiciado. Eso era lo que había notado con sus patitas suaves
antes de que se hiciese la luz. Estiró las manos y, agachándose, recogió el
bulto del suelo. Podía sentir entre sus dedos como el interior se había resquebrajado
en pequeños y abundantes trozos.
- El paquete del rey… destrozado…
- Bueno, ya que se ha
despedazado, ¿por qué no aprovechamos para echarle un vistazo? – Lady Lía tenía
aún más curiosidad por averiguar que contenía ese enigma, ahora que una
poderosa hechicera se había interesado por él.
- Creo que debemos reorganizar
nuestro orden de prioridades – se impuso John Jesus con tono serio-: ¿no
tendríamos que ahondar en el porqué del desvanecimiento de la poción?
Una tos restó atención a las
palabras del sir.
- Em… Creo que tengo la respuesta
para eso- Girautius se frotó el barbudo mentón con sus dedos de curandero en un
esfuerzo por parecer más intelectual-. Se trataba de una poción muy potente,
con unos ingredientes puros y bien tratados. Sus efectos solo desaparecen
cuando también lo hace la amenaza que lo ha activado. Es decir- y reforzó esta
última idea con su dedo índice-, que la bruja se ha esfumado y, con ella, la
pócima.
- Pues sí que debían de ser
importantes estos trozos de…lo que sea, si al haberse fracturado la bruja se ha
dado por vencida y ha abandonado su cometido- Luciana le daba vueltas al
inservible paquete entre sus manos, tratando de ver con su intensa mirada a
través del envoltorio.
- Ni lo penséis –John Jesus podía
adivinar en qué estaba pensando la joven-. Se trataría de una grave violación
del tratado que realicé con el Rey en su día. No debo saber qué contiene ese
bulto y no consentiré que nadie lo averig…
- ¡Oh, no! ¡De manera totalmente
inocente se me ha resbalado el paquete de tal forma que se ha abierto en mis
manos y puedo contemplar su interior! ¡Qué patosa soy!
Luciana exhibía una traviesa
sonrisa ladeada mientras terminaba de apartar el envoltorio con una mano. Pero
el contenido era confuso y decepcionante: una lisa esfera de porcelana yacía
rota en pedazos entre los dedos de la ingeniera. En uno de los trozos se podía
observar un grabado: una S decorada
con un estilo barroco, como si se tratara de una letra capital de un texto
antiguo.
- Vaya, qué desilusión- anunció
por fin Luciana-. Esperaba que fuera algo más emocionante, como una cinta recopilatoria
de canciones de Von Disnèy.
- O muchos cerditos hechos a base
de papiroflexia.
- O una rosa roja esperando a su
principito.
- O unos zapatos de tacón
horteras.
- O muchas cosas rosas. ¡Un
montón!
La conversación entre Luciana y
Lady Lía se alargó hasta bien entrada la tarde, pues el incidente de la bruja
no les había ocupado más de una hora. Fueron recogiendo sus cosas distraídamente:
desataron a NinaBieca, se preocuparon de que no faltara nada y sujetaron bien
los bultos en las alforjas. Luciana continuaba portando el paquete abierto en
sus manos.
Los ánimos en los hombres, sin
embargo, habían decaído, y no compartieron ninguna palabra en un largo rato.
Así, vagaron unas horas bordeando
la costa, sin tener muy claro hacia dónde dirigirse ahora, pero sin ganas
tampoco de averiguarlo. Habían concluido la misión y lo habían hecho
fracasando: el obsequio para Peleteirocles había sido destrozado en cientos de
piezas de inservible valor, y la bruja había dejado bien claro que no servían
ni para dar de comer a los cerdos. Pobres cerdos. Sir John Jesus comenzaba a
sentirse culpable de cualquier pensamiento que le cruzara la cabeza – estaba
anocheciendo, necesitaban descansar.
Siguieron el camino marcado por
los carromatos, en dirección al interior del Reino, y una media hora más tarde
avistaron a lo lejos un pequeño pueblo industrial, sucio y algo maloliente,
pero que serviría para echar una cabezadita.
Ante la insistencia de Luciana,
que quería bailar algo de pachangueo antes de dormir, decidieron alojarse en un
hostal con tasca incluida. Al llegar
junto a una vieja mesa de madera se derrumbaron en los taburetes que la
rodeaban, unas contentas por haber sobrevivido a Evanthra y otros
desilusionados por decepcionar al Rey. El que más, el noble que, con voz poco hombril, ordenó un vaso de crema de
orujo y no levantó la nariz de él.
Luciana y Lía habían conseguido
involucrar a Girautius en su disputa sobre cuál habría sido el mejor contenido
del paquete (“emmm… ¿plátanos? ¿Muchos plátanos?”) y habían dejado los trozos
de porcelana en medio de la mesa, entre ellos, olvidados.
Una mujer de larga cabellera
rubia los llevaba contemplando intensamente desde su aparición en la taberna.
Tres de ellos llevaban espada: los dos hombres y la mujer anaranjada. Nada
atemorizante, en su opinión. Pero su madre, que había combatido en las filas hippies durante unos años, le había
enseñado a evitar las confrontaciones: primero se pide permiso, después se
reparten sablazos como panes.
Ninguno de los cuatro
protagonistas se había percatado de su presencia cuando la mujer les susurró
casi en sus oídos:
- Yo que vosotros guardaría esa
esfera bajo llave. No sabéis cuán vil gente ronda estos baretos de mala muerte.
Yo misma acabo de pensar en atracaros para llevármela.