domingo, 30 de diciembre de 2012

Capítulo IX: A poción regalada, no le mires el color


Esa noche fueron invitados de Charles y Xoanatella y, por ello, se aprovecharon de su hospitalidad comiendo tanto como pudieron y roncando bastante a la hora de reposar sus ojos.

Los costeños no habían mentido: apenas 300 metros más allá de la valla que cerraba su finca, un manzano bastante apetitoso no conseguía ocultar unas ruinas pétreas de aspecto antiguo. Era, sin duda, el Templo de Peleteirocles y, además, su certero destino esperándoles.

Tras el madrugón que Charles les obligó a acometer, pues le gustaba cantar mientras preparaba el desayuno a su esposa, elaboraron un plan bastante conciso: salir de la casita de la playa, caminar 300 metros hacia el manzano, entrar en lo que quedaba de las ruinas, dejar la ofrenda del Rey, marcharse y celebrarlo.

Era un plan redondo. Era un plan que no daba pie a errores. Y, por lo tanto, no ocurrió como esperaban.
Pero comencemos desde el inicio y no empecemos desde el final.


Nuestros aventureros desayunaron poca cosa, pues tenían los estómagos revueltos por el momento clave que iban a vivir (menos John Jesus, ese comió como si no hubiera mañana). Alargaron la sobremesa más de lo normal y no pararon de hacer ruiditos metálicos golpeando sus cucharillas contra sus tazas vacías. En el ambiente se mezclaban los nervios y la angustia.

- Bueno, chicos… No os veo decididos a patear culos – bromeaba Charles cada poco. Y ante la aburrida recepción de sus chistes, añadió:- La verdad, es que quizás consiga calmaros con esto – el guardaespaldas sacó unos pequeños botecitos de cristal de una despensa muy cuca de la cocina donde habían almorzado.

Lentamente, las miradas de los jovencitos se fueron posando en cada una de esas botellitas relucientes rellenas de líquidos de extraños colores y espesuras.

- Hay algo que no os hemos contado sobre nosotros… - se explicó Xoanatella, recogiendo las fichas del Scrabble de la noche anterior- Digamos que, ummm… Que mi marido y yo éramos más útiles en palacio de lo que podéis imaginar.

- Yo hacía mis pinitos en química.

- Y yo conozco de primera mano los entresijos de la naturaleza. Fue casarnos y ¡bum! Nos convertimos en una máquina inagotable creadora de pociones y disoluciones de todo tipo. No obstante, no nos gustaba lo que con ellas hacía tu madre.

Lady Lía comenzaba a cabecear: había tenido un sueño muy interesante con un tal Orlandelot Bloomcival y no le habría importado continuarlo en ese mismo instante.

- En resumen, - resolvía Charles – que os estoy regalando tres pociones variadas made in esta casa. Cada una es distinta, y cada una tendrá diferentes consecuencias. Esta primera – señaló la del líquido púrpura – os ayudará a obtener el favor de alguien. Esta otra, sin embargo, - apuntó a la de color plateado- os conseguirá la verdad. No las confundáis.

- Y por último, esta tan espesa y oscura de aquí os socorrerá cuando os sea imperativo huir. Valdrá con una gota de ella, no la malgastéis. Me he cansado de cocinar pulpo a la gallega para elaborarla –y con esto, Xoanatella comenzó a recoger las tazas, dando la conversación y el desayuno por zanjado.


Ansiosos ya por cumplir con la misión, los cuatro protagonistas recogieron sus pocas cosas, se despidieron de la pareja de científicos retirados y cargaron a NinaBieca con los bártulos. Antes del mediodía ya partían hacia las ruinas.

No tardaron mucho en recorrer los 300 metros, si bien la Descarriada se arrastraba quejumbrosa, susurrando “Orlandelot… sé mi pirata y mata a todos los orcos que puedas mientras esquivas a Aquiles”, y Luciana trataba de arreglarse el peinado mirándose en los reflejos de los charquitos de mar.

De hecho, tardaron bastante para ser cuatro chicos sanos y en la flor de su juventud.

Pero, al fin, llegaron.

Ataron las riendas de la yegua a una pesada piedra que antes había formado parte del techo del templo, y los cuatro se amontonaron en las puertas de éste, aún en pie, aunque destrozadas.

Temiéndose un “entra tú”, “no, tú”, “venga, va, a piedra-papel-tijera”, el Sir reunió el valor suficiente y comenzó a subir la escalinata de la entrada. Al fin y al cabo, él era el enviado especial del Rey. Él debía asumir la responsabilidad del éxito o del fracaso de la misión. Sobre todo del éxito.

Con una mano, empujó una de las puertas de madera del templo. Con poco esfuerzo, ésta se abrió por completo, golpeando contra los restos de pared.

El interior estaba en sombras: un par de pedazos de bóveda impedían que el sol iluminase la estancia directamente, pero se discernía todo a la perfección a través de la penumbra. John Jesus consiguió situar: una pequeña fuente totalmente seca a su izquierda; un cántaro de agua, un cáliz y algún que otro instrumento religioso tirados en el suelo al fondo de la sala; un roído tapiz colgado de la pared de la derecha; y un podio a modo de altar justo en el centro, en medio y medio del lugar.

Y allí, a un costado, oculta bajo una capucha de color oscuro, una cabellera rojo fuego.